El veganismo es una moda. Pese a quien le pese. Y todo lo que derive de ello, también lo será. Como la vegasexualidad de la que os voy hablar ahora.
Y es que en el siglo pasado (me refiero al s.XIX), no había veganos ni vegetarianos. Mucha gente no tenía acceso a muchos alimentos, muchos se morían literalmente de hambre así que se comía lo que se podía. Y ahí abarcaba TODO: carnes, pescados, frutas, verduras… En esa época no se estaban por remilgos de si las verduras tenían que ser ecológicas o de si somos herbívoros u omnívoros. Ha sido ahora en este siglo y en la sociedad occidental (vivimos en una opulencia nunca vista), cuando han aparecido ciertos movimientos referentes al ámbito de la alimentación. Y uno de ellos fue el vegetanarismo, que derivó en veganismo y otros sucedáneos (flexitarianos, ovovegetariano, lactovegetariano, apivegetariano, crudivegano, frugívoro…). Primero por una cuestión de salud. Pero a la que se intentó demostrar que una alimentación libre de animales, realmente no era tan saludable como se pensaban se empezó a esgrimir otras causas para acercarse al mundo del veganismo: cuestiones éticas, de moral, de sostenibilidad del planeta, modus vivendi que no sólo afecta a la comida…
Sea como sea, todo el mundo es libre de escoger qué comer y qué no. Aquí tenemos la suerte de poder escoger así que también uno es libre de enfermar de una cosa u otra.